LEER CAP. I Y II









¡¡ MALDITAS GUERRAS!!

















© 2012  Dyal

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Editado por Dyal (La Coruña)




Depósito Legal: C 312-2012






La historia que se narra en las páginas de este libro está basada en hechos reales. Es por tanto un relato novelado en el que los lugares son los mismos en los que sucedieron los acontecimientos descritos. Por otra parte, únicamente, se han cambiado los nombres del protagonista y de las personas que se citan en él. Familiares, compañeros de armas y amigos aparecen con nombres supuestos. No obstante, se exceptúan de esto los de aquellos militares y políticos de ambos bandos que, por su mayor relieve o por ser conocidos a través de libros y publicaciones de historia de la guerra civil española, son citados por su nombre real. De este modo, resulta más fácil integrar las vivencias del protagonista de este relato en el contexto histórico en que sucedieron los hechos.

La narración que se desarrolla a lo largo de las páginas que siguen, se centra en el período de tiempo que transcurre entre el 18 de julio de 1936 y la primera mitad del mes de setiembre de dicho año. El 18 de julio dio comienzo la contienda civil, terrible lucha fraticida entre españoles, que habría de durar hasta abril de 1939. Tres largos años de batallas y de frentes, de trincheras y bombardeos, de muertos y heridos. Nuestro relato se ha limitado a ese período citado de dos meses escasos, ya que en ese tiempo sucedieron los acontecimientos que marcaron para siempre la vida de Carlos, su principal protagonista. En ellos, la furia y los odios desatados por unos y otros, le atraparon en la tupida red de sucesos que se abatieron sobre Madrid en esos primeros días de la guerra. Sus intentos de salir de esa malla, que le ahogaba y abocaba reiteradamente a la muerte, caían una y otra vez en el fracaso.

Piensa el autor de esta obra, al igual que otros escritores actuales, que ha llegado definitivamente la hora de desmitificar por completo la guerra civil española. Durante cuarenta años, el régimen de Franco exaltó la guerra y la actuación de quienes lucharon en el bando denominado entonces como nacional. Ellos fueron héroes en una cruzada contra los otros: los rojos. Y estos fueron los malditos y proscritos, aparte de perdedores en la contienda. Después, durante los últimos treinta años, todo se ha invertido y políticos y gobernantes han mitificado al máximo la actuación del bando republicano frente al de los malvados y demonizados rebeldes, sublevados contra el régimen imperante en 1936. Ya es hora de que este país deje de dar bandazos, de seguir los mandatos pendulares y extremos de unos u otros. Ni unos ni otros de los bandos combatientes fueron los héroes o los criminales, los buenos o los malos de la película, los que hay que elevar a los altares gloriosos y someterlos al homenaje y la admiración o los que hay que recluir en el olvido y la ignominia. Sí, es hora ya de desmitificar esa maldita guerra y de mover los cauces de la historia para que las aguas dejen de bajar por la ladera que a cada cual conviene.

Esta obra no pretende ser, ni lo es, un relato histórico de los primeros meses de la guerra civil española. No es un trabajo de investigación. Pero si es un testimonio vivo más de cómo sucedieron las cosas en aquel agitado Madrid del verano de 1936 y en la Sierra de Guadarrama. En especial, de lo sucedido en el interior de uno de los principales cuarteles madrileños, el de Pacífico, en las horas previas al estallido de la violencia y en las que siguieron a éste. Y, también, de lo sucedido a quienes buscaban una huida, una salida de aquella trampa mortal.

En los montes de Guadarrama, se desarrolla la parte más extensa del relato. Como es sabido, allí tuvieron lugar, en los primeros meses de contienda, durísimos y constantes combates para conseguir apoderarse de esa ruta y especialmente del Alto del León. Ese punto de la Sierra, con la estatua de un león en el punto más elevado de la carretera de Madrid a La Coruña, era una posición estratégica para la toma o la defensa, según el caso, de la capital de España. De ahí la crudeza de todo lo sucedido en esa sierra durante los meses estivales de 1936.

Tampoco es esta obra un largo parte de guerra. Eso queda para los cientos de libros escritos sobre la contienda civil española. Nos ha interesado más el pormenorizado relato de esos dos meses vividos por nuestro protagonista, llenos de sobresaltos y peligros extremos, que el desarrollo de los vaivenes del frente de la Sierra de Guadarrama. Los entresijos militares han quedado al margen. Tan sólo hay breves pinceladas para orientar al lector en el ambiente que rodeaba la historia que se narra. Lo importante, para nosotros, ha sido seguir el curso de los acontecimientos que, en imparable catarata, fueron sucediendo en aquellos días de la vida de Carlos, el protagonista de esta historia. Y las reacciones y pensamientos que le fueron asaltando al hilo de esos momentos dramáticos de su vida y de todo cuanto pasaba a su alrededor.

Se deja abierta la puerta de la imaginación para trascender el ámbito de la guerra civil española en el que ocurrieron los hechos narrados. Y así, poder extrapolarlos a todas las guerras que en el mundo ha habido a lo largo de la historia. Los hechos se repiten siempre, cualquiera que haya sido el uniforme de los combatientes o los medios bélicos empleados: el sufrimiento infinito de la población civil y de la mayor parte de quienes se ven envueltos, como protagonistas, en los combates. Soldados y mandos militares con sus vidas marcadas y determinadas para siempre por el lugar en que estaban en aquel instante preciso del conflicto. Estar allí y en aquel momento decidió sus vidas. Y, siempre, atrapados por la obediencia debida al mando, ley básica de todos los ejércitos que en el mundo han existido. Y como consecuencia, la posición o la postura tomada por quienes estaban al frente y detentaban la autoridad, en cada caso, decidió la posición de cada combatiente y, normalmente, el curso de su propia  vida.

La historia demuestra sobradamente, con independencia del tipo de guerra o de lucha y de su carácter de interna o externa, de ataque o de defensa, justa o injusta, que unos pocos han decidido siempre por todos los demás. Políticos, reyes, jefes de gobierno, altos mandos militares, ideólogos ambiciosos o soñadores, aventureros, han sido quienes han lanzado a su gente a combatir. Unas veces por su Patria y otras para conquistar el poder. En ocasiones, para dominar a otros pueblos y otras para defenderse de esas invasiones. Y a veces, en terribles guerras civiles en las que una parte del país se enfrenta en armas contra la otra. Guerras fraticidas, entre hermanos, partiendo y fracturando salvajemente la convivencia humana. Y en todas estas ocasiones, siempre ha ocurrido que cientos y miles de jóvenes se han visto abocados a abandonar sus casas y sus pacíficas vidas, en pueblos y ciudades, para empuñar unas armas y disponerse a luchar y a matar a otros semejantes.

También resulta un hecho bastante generalizado que una parte de quienes provocaron los conflictos, que envolvieron a una multitud de sus conciudadanos, han salido indemnes de ellos. Unas veces porque han permanecido en todo momento en las retaguardias, lejos de las líneas de combate. Otras, porque abandonaron el barco antes de hundirse, huyendo a otros países o, sencillamente, desapareciendo de la escena. Incitando y arengando a los suyos a luchar hasta el final y a entregar hasta la última gota de su sangre, pero no arriesgando ellos nada de su vida y de su hacienda, cuando no engrosando sus arcas hasta llenarlas, mientras otros muchos morían por ellos y sus ideas.

Es cierto que, en ocasiones, algunos de estos hombres han estado en la primera línea del combate. Y han sufrido y hasta muerto en él. Es el caso de mandos militares y líderes civiles que han permanecido en la batalla o se han echado al monte para luchar por sus ideales. Pero aun en ese caso, podrían ser culpables de derramar sobre sus pueblos y sus soldados o correligionarios todas las desgracias de la guerra y las batallas.

La guerra es el gran fracaso de la humanidad, incapaz de vivir en concordia y de arreglar las diferencias con la bandera de la paz y el diálogo en la mano. Pese a todas las dificultades que se derivan de la naturaleza humana - naturaleza caída como suele considerarse - sujeta a toda clase de pasiones y apetitos, siempre debería ser posible la búsqueda incesante, hasta el final, de la paz. Pero no es así. Las cosas suelen ser de otra manera. Y quienes han sufrido, en mayor medida, sus consecuencias, aparte de sus protagonistas directos en los campos de batalla, son quienes constituyen la población civil. Los mayores y los niños, las mujeres de todas las edades, que penan en sus propias carnes las desgracias que acompañan a las guerras. Son los grandes damnificados. La muerte de seres queridos, la destrucción de casas y ciudades, la pérdida de cosechas, la escasez de alimentos, la pobreza, la miseria, todo esto y mucho más cae sobre todos los que ven, desde las retaguardias, como se van marchando los suyos a los frentes de guerra.   

Quiero hacer aquí un pequeño inciso, porque es relevante en esta obra, para considerar a los milicianos de aquella primera hora del conflicto armado español. De aquellos civiles, la mayoría miembros de partidos políticos y sindicatos de izquierda, que se echaron a la calle tras el llamamiento de sus líderes, pidiendo armas y rodeando diversos cuarteles de la España no sublevada. De aquellos que con alegría y jolgorio, pero también con ira y pasión, se lanzaron, escasos de preparación, a la acción directa contra los militares y las gentes de la derecha. Como ya es sabido, meses más tarde, las milicias populares se organizaron más cuidadosamente, se prepararon mejor y se dotaron de cierta disciplina militar, contando, además, con la presencia junto a ellos de las Brigadas Internacionales. Pero esto sucedió, más tarde, fuera ya del tiempo en el que se desarrolló la historia que aquí narramos.

Con independencia de algunas reflexiones que al respecto se va haciendo el protagonista de esta historia, al ir viendo y conociendo de primera mano la realidad de las actuaciones de aquellos, no me resisto a traer aquí el comentario, muy acertado por cierto, que se hace en uno de tantos libros que sobre la guerra civil española se han escrito y que, aunque referido a Cataluña, es aplicable plenamente al caso de Madrid. Además, se trata de un libro nada sospechoso de ser de derechas, sino todo lo contrario. Comentarios parecidos se pueden encontrar en numerosas historias y relatos sobre la guerra civil española. Dice  el autor de “Cantos y poemas de la guerra civil de España”, Joan Llarch: Como consecuencia inmediata del decreto de licenciamiento y desmovilización general de los mozos comprendidos en filas, decretado por el Gobierno de la República, inmediatamente después de la sublevación militar, el ejército, en toda el área gubernamental, quedó disuelto.

La medida fue drásticamente aplicada con objeto de evitar la generalización del movimiento sedicioso - rebelión llevada a cabo por el ejército - licenciando a los soldados en filas, evitándoles, de tal manera, la responsabilidad del delito de indisciplina al no obedecer a sus jefes sublevados…

… El decreto de desmovilización general del Ejército en toda la zona adicta al Gobierno de la República, tuvo el contrasentido de dar como resultado el que la zona gubernamental quedara sin ejército, y no así la zona rebelde, a la que, como es natural, el decreto no afectó para nada.

De inmediato, en toda la zona gubernamental, las masas populares sustituyeron a la organización militar desarticulada por el decreto gubernamental, y las armas de los cuarteles, de las armerías, y de todo lugar donde las hubiere, pasaron a manos del paisanaje afiliado a partidos políticos o centrales sindicales. El más audaz, atrevido, valeroso y a veces tan sólo gritador, suplió la inexistencia de jefes y arrebataron en caudillaje individual, con frecuencia reconocido y más tarde consolidado por sus mismos compañeros de armas. Surgieron de tal manera, espontáneamente, las milicias populares, a las que paulatinamente, la misma realidad cotidiana  de la lucha y los frecuentes fracasos obligaron a perfeccionar su organización.

Partieron desde Barcelona hacia el frente de Aragón columnas milicianas integradas por afiliados a los partidos políticos de distinto espectro ideológico y en gran cantidad y, con predominio, las columnas confederales de la C.N.T. Si bien es cierto que tales columnas iban acaudilladas por dirigentes sindicales de popular prestigio, pero por su misma condición de raíz obrera, desconocedores totalmente de la más mínima pericia militar, tras el fulgor revolucionario de tales hombres que mandaban las columnas, estaban militares profesionales fieles al gobierno republicano que asesoraban en su especialidad en la inicial preparación de las operaciones bélicas…

Por otra parte, en la España que se fue sumando al bando de los sublevados contra la República, se formaron otras milicias populares. No se llamaron de este modo. Pero, las sucesivas formaciones de centurias falangistas, en las que se iban integrando hombres de todas las edades, aunque predominando los jóvenes, fueron realmente algo similar a las milicias republicanas. Cambiaba su ideología y sus objetivos políticos en aquella hora, aparte de su uniformidad y una mayor cohesión y organización alrededor de  sus mandos. Así, en la ciudad de Valladolid, en la que va a transcurrir la parte final de este relato, son continuas las filas de los que acuden a alistarse en las centurias de la Falange. Y una parte de estos hombres, llenos de entusiasmo, pero, también, de odio y sed de venganza en algunos de sus grupos, se lanzaron al monte a la lucha armada o se salieron de esas líneas de disciplina y derivándose hacia pueblos y ciudades para la búsqueda de sospechosos republicanos, comunistas, anarquistas, rojos en definitiva. Por eso hay un cierto paralelismo entre ambos colectivos, el de los milicianos republicanos y el de una parte de los falangistas de primera hora.

Y alrededor de ambos colectivos, los militares, los de uno u otro bando, procedentes de la escisión del ejército inicialmente al servicio de la República. Salvo excepciones, los militares actuaban como profesionales de la milicia y las armas, de la guerra. Milicianos y falangistas, junto a otros grupos civiles, pusieron el rencor, la revancha y la represión, y también, en los días previos al inicio del conflicto y en los primeros meses de éste, las ejecuciones, la persecución rabiosa de otros ciudadanos españoles. Y lo hicieron, cegados por ese odio y envenenados por proclamas y mítines de políticos e ideólogos, llevando al país a matarse unos a otros en una espiral del ojo por ojo y diente por diente. Nunca la historia ha mostrado páginas más miserables que éstas del morir, enfrentándose, hermanos contra hermanos y el matar, salvajemente, a los propios conciudadanos y compatriotas. El horror infinito de las guerras…

Este es el trasfondo de la historia de Carlos. Uno más entre los millones de seres humanos damnificados por los conflictos bélicos. Él estaba allí, en Madrid, en aquel momento preciso. Iniciando la preparación de su vida profesional, para asegurarse un porvenir digno. Estaba allí cuando estalló en España la terrorífica guerra civil. Consecuencia todo de la acción de fuerzas que le fueron ajenas, de intereses de unos y otros, de errores y equivocaciones, bien o mal intencionadas, de conflicto frontal de ideologías de signos contrarios. Y así, como a muchos miles de conciudadanos, le atrapó la red de la guerra en una mañana del 18 de julio de 1936.                                                                                                                                                                                            






Era el 18 de julio de 1936. Avanzaba, lentamente, la mañana en la capital de España. Se mascaba la tragedia en medio de la tensión ambiental. En el patio principal del cuartel de los Docks, denominado así, popularmente, desde su construcción a finales del siglo XIX, lindando con las calles del Comercio y Pacífico, los soldados permanecían en descanso a discreción. Allí, en aquel establecimiento militar que albergaba regimientos de artillería, infantería y sanidad, con sus caballos y carruajes, camionetas y ambulancias, el nerviosismo corría entre los grupos de aquellos jóvenes incesantemente. Y lo mismo sucedía, mezclado con expectación, entre sus mandos que hablaban entre sí sin cesar. De las calles próximas llegaban murmullos y voces que, a veces, se trocaban en gritos.

-          ¡ UHP ¡  ¡UHP!

-          Abajo el fascismo. Muerte a los militares fachas

-          Viva la República. Viva la CNT

Carlos, el protagonista de esta historia, charlaba con su amigo Rafa, de pie en el centro del patio. Alrededor, la tropa preparada y formada para salir a la calle. El casco sobre sus cabezas, las cartucheras repletas y el mosquetón en la mano.

-          ¿Esta vez irá en serio? ¿Saldremos ya a la calle? Porque llevamos varios días… - comentaba Carlos a su amigo.

-          Estos no se deciden, Carlos. No ves a los oficiales que no paran de ir y venir. Hablan sin cesar y algunos chillan histéricos - respondía Rafa - Te digo que están como flanes, no saben que hacer…. ¡hay que salir ya…coño!

-          La cosa fuera se está poniendo fea… No me gusta nada porque cada vez oigo más gritos contra el cuartel - añadía Carlos muy nervioso, casi tanto como su amigo que rojo de rabia ya, en vez de hablar, chillaba.

Entre la tropa reinaba, en aquellos instantes, el desconcierto y la disparidad de opiniones. Acuartelados desde  tres días antes, dispuestos a salir a la calle tan pronto lo ordenara el Mando Militar de Madrid a las órdenes de la República, esperaban impacientes. Sabían ya que el Partido Comunista pedía incesantemente, por medio de Carrillo y la Pasionaria, al Presidente de la República que armara al pueblo para evitar una posible sublevación. Pero el Presidente, Casares Quiroga,  dudaba y temía dar ese paso. Los soldados permanecían desde entonces, noche y día, sin quitarse el traje de campaña, uniforme al que unían tres cartucheras con 150 balas y el casco. Las comidas las hacían por tandas. Cada compañía tenía asignada una zona del cuartel para su defensa en caso necesario. La guardia era doble. Carlos, en su condición de Cabo, con un grupo de ocho soldados tenía a su cargo, para la defensa, una zona de la muralla frente a los dormitorios y que daba a unos terrenos de la estación ferroviaria de Atocha.

Tres días antes, el día 15 por la noche, les habían tiroteado intensamente con fusiles y escopetas. En esa situación, unos opinaban que mejor era estarse quietos y a la expectativa, sin actuar, y ver que pasaba. Otros, quizás una mayoría, querían acabar con las incertidumbres y salir a la calle a arreglar el problema que intuían se les venía encima. Los oficiales iban y venían de un lado para otro, hablando y discutiendo entre ellos. Las voces iban subiendo de tono y el acaloramiento era ya evidente. No acababa de haber una decisión del mando, de los jefes del cuartel que entraban y salían, nerviosos, de sus dependencias. La escena, en efecto, no era nueva para los soldados. En los días anteriores se había repetido varias veces. Les ordenaban salir al patio y formar urgentemente, se preparaban para ponerse en marcha, esperaban y luego les decían que se dispersaran. Sin duda había dudas y opiniones dispares. Y el jefe supremo del acuartelamiento no terminaba de aclarar su postura.

El día 16, dos antes de la escena que narramos, un soldado que regresaba de permiso, cuando estaba ya muy cerca, fue apuñalado, muriendo casi de inmediato. Sucedió a la vista de los propios centinelas del cuartel. Pertenecía a uno de los regimientos próximos. Quizás al de Carros de Combate, al Parque de Intendencia, al de Artillería o a la Infantería de Wad Ras. Todos ellos estaban cercanos al de Pacífico. Las cosas estaban feas y con mal cariz, en efecto, en las calles. Y sin ir más lejos, el día anterior, Carlos, como Cabo que era, se encontraba al mando de un grupo de hombres vigilando las tapias de la parte trasera del cuartel. Había un soldado en cada ventana del edificio. Y pudo ver perfectamente como, desde unas casas próximas, situadas a unos doscientos metros, alguien hacia señales con un aparato de transmisión por Morse. La luz se encendía y se apagaba, bien manejada por alguien que sabía hacerlo. Parecía dirigir su mensaje hacia su cuartel. Uno de los soldados alzó su mosquetón y apuntó, para tirar contra aquella luz. Carlos, que tenía orden de sus superiores de no disparar más que en caso de ser atacados o de que intentasen saltar la tapia que rodeaba el edificio, se lo impidió. Las órdenes del Teniente que les mandaba eran terminantes. No debían disparar salvo que se viese a alguien intentando saltar las tapias del acuartelamiento. El peligro de que esto sucediera provenía principalmente de la parte del muro que daba a unos grandes depósitos de carbón de la Estación del Mediodía. Además, al anochecer de ese día 16 de julio, se había presentado un coche a las puertas del cuartel. Se bajó del mismo un hombre de paisano que indicó al Sargento de la Guardia que, si no estaban sublevados, abrieran las puertas y dejaran entrar al pueblo para que la gente se pudiera armar y salir a aplastar  a los fascistas. El Sargento se negó, diciendo que las armas las necesitaban los soldados para defender a España. Se marcharon los del coche, amenazando con que volverían y entrarían por la fuerza liquidando a todo el que se opusiera.

Desde ese momento, el Jefe del cuartel, un viejo y veterano Teniente Coronel, habló con los oficiales y los suboficiales, por separado, en la Sala de Banderas y les dijo que había que ponerse de inmediato al habla con los cuarteles de Infantería, de Carros de Combate e Intendencia que estaban al lado del suyo. Había noticias de que en el Cuartel de la Montaña se habían encerrado dos generales con otras fuerzas y que estaban negociando con el Gobierno. Ellos estaban preparados para salir a la calle, con sus carros de combate, en cuanto les mandaran hacerlo. Lo mismo, sucedía, al parecer, en el Regimiento de Infantería de Wad-Ras, antiguo Regimiento del Príncipe de Asturias, y en otros cuarteles de Madrid. Sólo había dudas en Aviación, se decía. El Teniente Coronel les manifestó que había que esperar a las decisiones de los otros y a las órdenes del Gobierno. Y así continuaba la tensa espera.

Uno de los días anteriores había sucedido algo, para Carlos, inaudito. Tuvo que bajar al depósito de Armamento donde tenía sus cosas. Le acompañaba otro Cabo compañero suyo. Al llegar allí, vio como un Sargento de Artillería, perteneciente a una batería de su mismo cuartel y que formaba parte de la escolta de la Presidencia de la República, le estaba dando vasos, llenos del vino que llevaba en una jarra, a un centinela que vigilaba un polvorín que allí había. Se acercaron a ese suboficial, al que Carlos conocía de vista. Éste, al verlos, se adelantó a decirles que no fueran tontos ni se fuesen a meter en líos. Que el cuartel no se podía sublevar porque sino los matarían a todos. Y dirigiéndose a Carlos le dijo si era gallego. Seguramente sabía esta circunstancia por algún soldado de artillería que le conocía. Le dijo que él también era gallego y se marchó con su jarra, advirtiendo que no dijesen nada a nadie.

En varias ocasiones, algunos mandos habían reunido a la tropa, para decirles que debían de estar preparados, que aquello era peor que la Revolución de Octubre del 34 y que pretendían asaltar el cuartel para matarlos a todos como habían hecho con Calvo Sotelo. Les decían que la radio, por medio de La Pasionaria, no dejaba de lanzar consignas revolucionarias y que a los soldados los incitaba diciéndoles que ellos eran ante todo hijos del pueblo, trabajadores, que debían desconfiar de sus jefes porque estos eran todos fascistas. Que se nombrarían cabos a muchos soldados y suprimirían a los oficiales provenientes, decía, de la clase capitalista. El capitán Martínez era uno de los que les hablaba en estos términos, con fogosidad y energía y que les aseguraba que no estaban sublevados contra el Gobierno de la República, que ellos eran servidores del orden público. A los soldados les habían llegado rumores de que estaba ocurriendo algo grave con el ejército de África. Pero  todo eran conjeturas entre ellos sin saber nada a ciencia cierta.













Mientras estaban, aquella mañana, en  tensa espera en el patio, unos hablando en corros, otros pensativos, un oficial de Carros de Combate se descolgó por la pared que les separaba de su cuartel, desde una ventana hasta el patio. Corrió luego, entre la expectación general, hasta el cuarto de Banderas. Poco después, un Comandante se asomaba al patio y comunicaba:

-          Atención, soldados, en breve saldremos a la calle para imponer el orden. Hay un jaleo monumental fuera. ¿No oís los gritos? Y chillan contra nosotros… Va a ser como en el 34. Repondremos el orden en Madrid como quiere el gobierno de la República. Sólo obedeceremos las órdenes de nuestro mando supremo, el Capitán General de Madrid. Pero antes, tendrán que salir a la calle las fuerzas de Infantería y los carros de Combate. Se está esperando, además, a que lleguen las tropas que han iniciado su marcha hacia Madrid, desde Campamento y Vicálvaro.

El Comandante, terminada esta comunicación, un tanto solemne, se retiró al interior del Cuarto de Banderas. Mil murmullos cruzaron el patio en todas direcciones. Por fin, había una decisión, se iba a  actuar, a hacer algo. Se iba a salir a restablecer el orden que parecía roto en las calles. Aunque, realmente, no sabían bien qué estaba sucediendo en ellas. Estas palabras tuvieron un efecto multiplicador en la tensión ambiental. Los soldados las acogieron con una mezcla de temor y de alivio. Nada hay peor en situaciones de peligro, como la que estaban viviendo en aquellas oscuras horas, que no saber bien lo que sucede ni lo que se va a hacer. Estar en una trepidante ignorancia. Y sus jefes, con sus silencios y contradicciones, no hacían más que aumentar la angustia y el nerviosismo. Pero ¿qué estaba pasando entre ellos, entre los jefes? Es evidente que había fuertes discrepancias y desacuerdos. Discutían influidos por sus intereses personales y por su mayor o menor carga ideológica, por sus opciones partidistas y por sus creencias. Algunos, también por sus ambiciones personales, afloradas ante una eventualidad como la que se estaba iniciando o por el miedo.

-          Ya está claro – dijo Rafa  a Carlos, en medio de una docena de compañeros - Salimos a dar caña a todo el que se revuelva. A poner esto en su sitio… ¡ya era hora!  Llevamos una semana que sí  y que no…

-          Esto me huele muy mal, Rafa - apostillaba Carlos - Si es peor que en el 34 vamos listos. Afuera hay una multitud y dicen los centinelas que están armados…

-          Bah… no resistirán cinco minutos…- añadía un joven menudo y que no superaría los 18 años.

-          ¿Pero tú estás loco o qué? - le gritó otro compañero, llamado Agustín, con voz muy exaltada - ¿Quieres ir contra el pueblo? A nosotros nadie nos da vela en este entierro, chaval. Yo desde luego no salgo de héroe a la calle, a pegar tiros contra ellos. Son los nuestros.

-          ¿Los nuestros? ¿Son los tuyos esa turba que nos insulta y chilla contra nosotros? - siguió Rafa encolerizado con el compañero que acababa de hablar - ¿Sabes lo que quieren? Liquidarnos a todos…Sí, no me pongas esa cara. Tienen metido en el coco, porque se lo han metido los comunistas y los sindicalistas, que todos los soldados y militares somos traidores. Y quieren hacer lo de Rusia. Afeitarnos el cuello, mandarnos al otro mundo. Así, liquidándonos a nosotros y después a los ricos y a los curas y frailes, a buscar el paraíso terrenal.

-          Bah, tonterias fachas - contestó Agustín.

-          Si… fachas nos llaman a todos nosotros. A ti también o ¿qué te crees tú? - siguió Rafa - Si entran aquí ahora esos miles de paisanos no van a ir preguntando uno por uno quien es y que piensan. No, nos dispararán a mansalva o nos liquidarán con cuchillos y navajas.

-          Bueno, eso son tus mentiras y las de los falangistas como tú. Ya sabemos que eres de ellos. ¡No nos va a pasar nada si les abrimos las puertas! - concluyó Agustín alejándose del grupo, mientras Rafa seguía exponiendo sus temores a unos compañeros más nerviosos cada minuto que pasaba.

-          Rafa, te digo que nos van a meter en un lío muy gordo. Pero tienen que actuar pronto porque cada vez siento que esto se pone peor - añadía Carlos seriamente preocupado, quizás más consciente que su amigo de lo que se estaba preparando en las calles de Madrid.

De pronto, varios oficiales salieron del edificio, dando órdenes a la tropa para formar una Compañía. Carlos y Rafa pasaban a integrarse en ella. Dieron orden de salir inmediatamente, con los fusiles al hombro. En formación, se dirigieron a fuerte ritmo hacia la puerta y salieron al exterior. Los soldados, con una mezcla de excitación y de temor, enaltecidos unos y hundidos otros, vieron de inmediato una gran masa de gente, entre la que había bastantes mujeres, que rodeaba el cuartel, enarbolando banderas rojas con la hoz y el martillo, banderas negras sindicalistas de la CNT y banderas republicanas. También esgrimiendo fusiles y pistolas, estacas y cuchillos mientras les dirigían  toda clase de improperios e insultos, gritando puño en alto.

-          ¡Sinvergüenzas lo vais a pagar ya!

-          Os vamos a matar a todos.

-          Desertad… no obedezcáis a vuestros jefes y venid a nosotros.

-          Estamos armados y vais a saber enseguida para qué.

-          ¡Fascistas!

-          Viva la FAI y la CNT

-          UHP, UHP

Sin embargo, para sorpresa de los soldados, la salida fue muy corta ya que se dirigieron al cercano Parque de Artillería para relevar la guardia que allí había.  Pasaron entre una multitud que les  gritaba e insultaba, pero no les atacaron. Apenas anduvieron unos quinientos metros hasta las instalaciones de artillería. En ellas estaban depositados muchos miles de fusiles y la munición correspondiente. Se trataba de mantener protegido aquello que, en esos momentos, era el bien más preciado. No en vano, en las calles, los sindicalistas y anarquistas incitaban a todo el mundo a exigir al Ejército esas armas para defender la República. Y el Ejército, en esos momentos, las protegía temeroso de ponerlas en manos de revoltosos que se hicieran con el control de las calles madrileñas.

-          ¿Has oído a la gente - decía Carlos a su amigo Rafa - has oído sus gritos? ¡Tócate las narices! Nosotros somos los soldados de la República… somos su ejército, los que la hemos tenido que defender en los tres años últimos, los que yo llevo metido aquí. Nos jugamos la piel en la revolución de octubre del 34, porque nos mandaron a la calle a poner orden y a dar leña. Y ahora me llaman estos fascista y traidor…. ¡A mí que soy hijo de obreros y que no tengo una perra!.

-          Les han metido eso en la cabeza, Carlos. Los de la CNT y los anarquistas son los que chillan primero y más fuerte y el resto les secunda. Es impresionante como están… Y es para estar asustados…

-          La última palabra la van a tener nuestros mandos. A ver como salen de este lío. Lo que me preocupa es que no les veo una línea clara desde hace varios días. Unos dicen blanco, otros negro y la mayoría se calla y rumia por lo bajo…

-          Pues yo no acabo de ver por donde vamos a terminar esto- sentenciaba Rafa que parecía ir cediendo en su empuje de rabia anterior y comenzaba a asustarse.

Una vez cerradas las puertas del Parque de Artillería, los soldados de la Compañía organizaron sus turnos de vigilancia. Mientras tanto, en el Cuerpo de Guardia se escuchaba una radio. En esos momentos hablaba la Pasionaria. Los soldados callaron, aguzando el oído, apretujándose junto al aparato. Entre el silencio que se produjo, pudieron oír la voz de la líder del Partido Comunista, gritando a los milicianos, obreros y estudiantes  que se lanzaran a las calles y acudieran  a unos lugares que señalaba para recibir las armas y formar el ejército del pueblo. También se dirigía a los soldados para que abandonasen sus cuarteles e hiciesen lo mismo. La revolución del pueblo había comenzado. La hora del proletariado había llegado, les decía. Su voz sonaba solemne y dura:

Trabajadores, antifascistas, pueblo laborioso: todos en pie, dispuestos a defender la República, las libertades populares y las conquistas democráticas del pueblo. A través de las notas del Gobierno y del Frente Popular, es conocida por  todos la gravedad del momento actual. En Marruecos y en Canarias se sigue luchando con entusiasmo y coraje, unidos los trabajadores con las fuerzas leales a la República. Al grito de “el fascismo no pasará, no pasarán los verdugos de Octubre”, comunistas, socialistas, anarquistas y republicanos, soldados y todas aquellas fuerzas leales a la voluntad del pueblo, van destrozando a los traidores insurrectos que han arrastrado por el fango y la traición el honor militar de que tantas veces han hecho gala.

Los soldados escuchaban en silencio la proclama, interrumpida, con frecuencia, por los tacos de alguno de ellos o las pruebas de asentimiento de otros. Algunos, más objetivos en su interpretación, veían claro que estaban lanzando al pueblo entero contra ellos y que se trataba de eliminarlos. Seguía Dolores Ibarruri:

Todo el país vibra de indignación ante esos desalmados que quieren, por el fuego y el terror, sumir a la España democrática y popular en un infierno de terror. Pero no pasarán. España entera está en pie de lucha. Jóvenes, en pie para la pelea. Mujeres heroicas, mujeres del pueblo, acordaos del heroísmo de las mujeres asturianas…. El Partido Comunista os llama a todos a la lucha. Os llama a todos, trabajadores a ocupar un puesto en el combate para aplastar definitivamente a los enemigos de la República…¡Viva la unión de los antifascistas! ¡Viva la República del Pueblo!

Estas palabras terminaron por asustar más a los soldados allí reunidos. La preocupación les embargaba cada vez más intensamente. La incertidumbre de lo que iba a pasar se unía a la de no saber lo que iban a tener que hacer en las próximas horas. Todos eran conscientes de que estaban en el momento de las decisiones. Y sus jefes no acababan de tomarlas. La furia de las masas, en la calle, crecía y era palpable. Y eso sólo presagiaba desgracias.

-          Yo no sé que puñetas estamos esperando aquí - espetó un soldado furioso y asustado.

-          Teníamos que salir a la calle de una vez, antes de que sea tarde y solucionar esto - decía otro.

-          Mejor sería, dejar las armas y salir del cuartel. Que vean que no luchamos contra ellos.


-          ¡Cobarde! ¿Quieres desertar ahora que estamos en este lío?

-          Yo tengo mujer y dos hijos…No quiero morir aquí.

-          Toma… ni nadie. ¿Pero qué hacemos?

-          Todo menos estar aquí de brazos cruzados esperando que echen abajo la puerta y nos cacen como a conejos. ¿No veis que lo que quieren son los fusiles que estamos vigilando?

-           Pues se los damos, coño…

-          ¡Aquí no entra nadie por las buenas! Si los quieren que vengan a buscarlos y sabrán lo que es bueno. Somos soldados de España.

 Se hacía un silencio, al acercarse algún oficial, pero volvía de nuevo la discusión y el nerviosismo al alejarse. Un Sargento gritaba:

-          Calma muchachos. Calma… Vamos a actuar pronto. Lo están estudiando los jefes. Hay que ver cual es la mejor opción.

-          ¡Que opción ni qué leches… mi sargento - gritó Rafa harto de la situación - Cada minuto que dejamos pasar estamos más cerca de la muerte, de que nos liquiden a todos. Mi sargento… ¡vamos a por ellos!

-          He dicho que calma, que todo el mundo quieto. Abrir bien los ojos y vigilarme todas las esquinas de este polvorín. Está lleno de fusiles y balas. Y hay que evitar que entre nadie a por ellas. Esa es la orden…coño y el que no esté conforme que lo diga.

Al decir esto el Sargento, furioso y, en su interior, tan asustado como los demás, tocó la pistola que llevaba al cinto para recordar a sus hombres la disciplina militar.

Sin duda, el miedo y la incertidumbre aumentarían mucho más si aquellos hombres, agrupados alrededor de aquella radio, hubiesen leído las noticias que esa misma mañana salían en la prensa madrileña. Así, el diario ABC, junto a un sinfín de noticias de manifestaciones de duelo y protestas en toda España por el asesinato de Calvo Sotelo, publicaba cosas como éstas:

Barcelona a 17, 10 de la mañana. Las autoridades gubernativas han mantenido anoche las mismas precauciones que adoptaron en días anteriores. Han continuado los registros domiciliarios de elementos de significación derechista. A consecuencia de estos registros ha sido detenida Amparo P. en cuyo domicilio se encontró una pistola y José María T.A. al que se encontró un fúsil maúser… Entre las entidades de significación derechista figura el Círculo Central de Derecha de Cataluña y los de Renovación Española de la calle Pelayo, además del Centro Obrero Cultural de la barriada de Sanz.

Manzanares, 17, 11 de la mañana. Han sido encarcelados gubernativamente ocho jóvenes derechistas que fueron detenidos recientemente por la Policía Municipal cuando transitaban por la calle, por sospechas de que estuvieran afiliados a Falange Española. Los detenidos son…

León, 17. 3 de la tarde. Durante el día de ayer y de hoy han vuelto a practicarse detenciones de elementos fascistas. En La Bañeza ha sido encarcelado el jefe provincial de Falange y médico, Sr. M. En León se trabaja activamente en la detención de elementos directivos, y lo mismo sucede en otras poblaciones de la provincia, donde los ánimos están muy excitados y se cometen toda clase de coacciones.

Jaén, 17, 7 de la tarde. El alcalde de Arjona ha ordenado la detención de varias personas de derecha, entre ellas el párroco don Francisco P.G., D. Ramón S.N., D. Andrés J. Q., D. Cecilio B. y B. y otros.

Badajoz, 17, 11 de la noche. El gobernador ha manifestado esta noche que, en cumplimiento de órdenes recibidas, había clausurado la sociedad La Peña de Fregenal de la Sierra, por haber tenido noticias de que en dicho centro se reunían elementos fascistas. Añadió que en toda la provincia se practicaban detenciones de significados falangistas.

Estos y otra multitud de casos similares que, en aquellos momentos, sucedían por toda España indicaban el clima creado. Así, fuera de aquellos cuarteles, había una verdadera psicosis de un inminente alzamiento en armas y se perseguía ya, denodadamente a sospechosos muchas veces sin el menor criterio. Aquella gente que gritaba al otro lado de la pared del patio contra los soldados, estaba convencida de que todos ellos eran traidores derechistas. España comenzaba a arder de ira y de rabia, pero también de rencillas, de viejos odios, de envidias, de difamaciones y habladurías, de acusaciones falsas y de suposiciones infundadas. Y al mismo tiempo, el miedo se extendía como reguero de pólvora por todas partes y era, todavía, compatible con que la capital siguiera luciendo su aspecto cosmopolita, con los cines mostrando en sus carteleras los fotogramas de Una chica de provincias, en el Capitol,  Nobleza obliga, en el Royalty, La alegre divorciada, en el Beatriz o La vida es dura y el Crimen del casino, en sesión continua en el Madrid. También en los teatros, Que sólo me dejas, en La Comedia, Nuestra Natacha, en el Pavón o El hombre invisible, en el Chueca. Y como si fuera una cruel premonición, la revista Blanco y Negro anunciaba la novela policíaca Lobos contra lobos, de Charles Robert Dumas.





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